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Capítulo 7

Nómadas

 

Tras desatar fantasmas en el capítulo anterior, regresamos a un caudal más suave.
Los fines de semana en mi casa terminaban siendo agobiantes. En vez de cumplir su función principal de descanso, se coronaban agotadores. Así era el panorama:
Todos en casa.
Pocos planes (o cero)
Cansancio
Y si encima estábamos en estaciones frías, apaga y quédate.
Mi padre a veces nos solía llevar a la sierra cuando hacía buen tiempo y aprovechábamos allí las tardes.

Un día mi madre tuvo una buena idea, ¿por qué no alquilar una casita en un pueblo de la sierra de Madrid? Adoptar un pueblo, como el anuncio de Aquarius.

Sería un desahogo para todos y una oportunidad única para disfrutar de la naturaleza, también sería una cura para el alma sedienta de mi padre y las ansias de libertad comprensibles de mi madre. Mi padre es una persona muy mística y parece que estar en contacto con la naturaleza favorece su espíritu y tranquiliza sus chakras. A veces.
Era una buenísima idea, pero claro había que ser realistas y la realidad era que económicamente sin la ayuda de nuestros abuelos paternos, ese proyecto no podía ponerse en práctica.

Ni ese ni ninguno.

Mis abuelos que siempre estuvieron y siguen estando al pie del cañón financiaban nuestro presente, nuestro futuro y nuestros pasos. Una vida entera trabajando para crear un capital importante que pronto se evaporó por nosotros. Mi abuelo siempre decía que, si hubiéramos sido menos, habríamos vivido como reyes. Yo le decía que no hacía falta que viviéramos como reyes, con vivir sin agobios era suficiente. Y eso era posible gracias a él, gracias a ella. Los gastos importantes de la casa pesaban en sus hombros: colegio, casa, comunidad, agua, garaje, etc. Y ahora, volvían a remover cielo y tierra para que sus nietos los fines de semana no estuvieran en casa. Gracias.
Tras varías búsquedas en periódicos y teniendo en cuenta diversas recomendaciones, nos dirigimos rumbo a un pueblito de la sierra de cuyo nombre no quiero acordarme como diría El Quijote. Por entonces, yo tenía 14 años y la más pequeñita de todas era Nazareth.

Un pueblo con un encanto especial y con hermosos paisajes para perderse (o eso me pareció al principio). Desde el primer momento, nos atrapó. Sin duda, necesitábamos ese bálsamo de paz que nos daba la sierra. Los días allí eran más felices y parecía que las heridas se curaban. Mi padre encontraba reposo en su alma, en su mundo interior y en su mundo exterior, contagiándonos a todos de una sana energía.

Al principio, las personas del pueblo nos dieron una cálida bienvenida: nos aceptaron en sus grupos de amigos y en su pueblo. Un día, mi tía-abuela Conce vino a visitarnos al pueblo y yo irradiando felicidad por doquier le presente a mis amigas y amigos. Y mi tía en su picara sabiduría me dijo: “Ojo con esos que en cuanto te des la vuelta te darán la puñalá” (con ese acento extremeño tan marcado) Y no tardó en hacerse clara la profecía.

La gente de mi edad me aceptó en su grupo, pero no les sentaba del todo bien que, de 10 ocasiones, 7 tuviera que estar con algún hermano a mi lado.  Así que, comenzaron a boicotearme a mi y a mis niños.

El día que se abrieron mis ojos definitivamente fue cuando me fui con ellas, con las que llamaba amigas a dar un paseo en bici por el campo:

Me fui con una mi hermana de 4 o 5 años y la monté en mi bici para ir al ritmo de las chicas y aunque me costaba seguirlas, aguantaba. De regreso a casa, cansadas de pedalear y con el sol cerrándose, hicimos una pequeña pausa a beber agua, o eso dijeron. Bajé a mi hermana de la bici y me dejaron la última para beber. Cuando me quise dar cuenta habían cogido sus putas bicicletas y habían salido escopetadas de allí.
Si.
Me quedé más sola que la una. Comenzaba a anochecer y mi orientación es pésima, pero ese día supongo que la brújula del gran pirata Jack Sparrow me acompañaba y me llevó al lugar que deseaba.
A partir de ese momento, empezamos a atar cabos. Por las mañanas, desde hacía ya mucho tiempo nos levantábamos con las bicicletas siempre pinchadas. Echábamos la culpa a mi padre por comprar materiales inservibles.

Si. Habéis acertado.

Las bicicletas no se pinchaban solas, algún desgraciado o desgraciada ponía chinchetas en la puerta de nuestra casa.

Seguro que estás pensando, ¿en serio? ¿pero si era obvio? Ahora se ve todo con mucha nitidez, pero en el momento faltaban muchas piezas en un puzle que vosotros ya habéis visto. Jugáis con ventaja.
Una vez descubierto el pastel y sin máscaras en los rostros el juego subió de nivel. Los monstruitos ya no tenían delicadeza, ni si quiera trataban de disimular: nos insultaban por la ventana, nos tiraban petardos o bolas lanzadas en una pistola. De juguete decían.

Mis cojones, eso dolía demasiado y dejaba demasiadas marcas para ser de juguete.

En mi imaginación, yo me convertía en un dragón que cuidaba de sus criaturas y escupía fuego si se acercaban. Salía a la calle creyendo que, si los niños estaban a mi lado, nadie les tocaría. Una auténtica dragona capaz de recibir latigazos por ellos…
Una tarde salí con dos pequeños de la mano y con mi hermano Tino correteando. Nada más poner un pie en la calle, allí estaban, agazapados esperando el momento perfecto para comenzar a “jugar”. Nos pillaron y comenzó la encrucijada (este episodio me encanta contarlo): empezaron a tirarnos cosas y a insultarnos.

Uno de ellos dijo: ¿a qué le pego una patada a tu hermano? (a Tino)

Y yo, como valiente dragona le contesté: tú acércate.

Efectivamente, le dio una patada y yo monté en cólera.

Nos encerraron en una estrecha calle y nos dijeron que de allí no saldríamos hasta que les diese la gana. Comencé a aprovisionarme de materiales que me ayudaran a salir, aunque fuera a base de hostias.

Si, estaba dispuesta a todo: cogí un palo, los niños alambres (cosas de una obra cercana), pero recapacité y pensé: mi casa está a dos calles, lo mismo si grito el nombre de mi hermana la mayor o el de mi padre, me escuchan.

Y probé. Y sí, me escucharon.

No os imagináis que emoción me dio verlos aparecer en aquella jodida esquina.

¿Los monstruitos? Se fueron como auténticos ratoncitos. A mi hermana la mayor la habían cogido respeto por antiguas batallas y a mi padre igual, así que fue todo un acierto alzarme en sus nombres. Hubo más batallas, pero no tan divertidas.

Los chavales y no tan chavales del pueblo terminaron confesándome que éramos demasiados para un pueblo tan pequeño como el suyo y que tenían la sensación de haber sido invadidos (podéis reíros cuánto queráis), que desde nuestra llegada todo era un desorden y que querían que nos marchásemos.

Seguro que hoy lo cuentan entre sus amistades como glorias del recuerdo y yo, he de confesar que también cuento lo sucedido parodiándolo porque todo salió bien y porque éramos niños, pero en su momento no fue tan divertido.

¿Hasta que punto podemos decir que son travesuras de niños? De lo que estoy completamente segura es de que esto no fue un juego de críos ni de quinceañeros.
Captamos el mensaje y cogimos nuestros bártulos para ser felices en otro lugar. Aquí, no nos adoptaron y empezamos a probar suerte en otros. 

PD: aún hoy cuando paso por ese pueblecito me acuerdo y en un acto de rebeldía supermaduro alzo mi dedo corazón con la ilusión de que recojan el mensaje que les dejo en la puntita: que os den por el culo.

 

 

 

 

 

 

 

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