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Capítulo 19

Tierna adolescencia

A mi hermana Raquelita que con 15 años volvió a nacer. 

 

 

«Si algún día me faltases tal vez tenga que aprender a vivir en este mundo tan absurdo sin tu piel. A nadar en este mar, sin tu risa salvavidas»

 

Sin tu risa salvavidas. 
Hacía tiempo que mi hermana Raquelita de 15 años y yo habíamos roto relaciones casi por completo. Ella estaba en plena adolescencia y la familia era una sombra oscura que entorpecía sus pasos. Y yo, el jinete endiablado de sus sueños, la que cortaba las alas de su tierna adolescencia.
Después de intentar que entrara en razón cientos de veces me di por vencida. Dejé que galopará al son que quisiera, que aprendiera de sus errores, pero si regresaba, la abrazaría con fuerza.
Ella me echaba en cara no ser como el resto de hermanas que respaldan cualquier acto y cobija de las reprimendas de los padres.

 

Yo no era así, no podía dejar a la deriva a quien había acunado entre mis brazos desde niña. Lo intenté todo. Ser su confidente, su “amiga”, escuchar sus secretos, sus idas y venidas, pero aun mostrándome como “hermana consejera” la tierna adolescencia hacía lo que quería.
Dejamos de hablarnos.

 

Su terquedad y mi empeño se estrellaron, pero, por desgracia, no fue lo único que colisionó.

Jueves, 1 de septiembre de 2016
Era verano. Un cálido verano. Mis vacaciones y la jornada intensiva en el trabajo habían terminado. Mientras, mis hermanos disfrutaban en el pueblo escapándose del calor de la capital que abrasaba a todos los que volvíamos a la (bendita) rutina. Ese día mi hermana mayor, Mariu, comenzaba sus vacaciones y venía a pasar unos días con nosotros. Mis padres fueron a recogerla a la estación para luego ir de nuevo, directos al pueblo.

Todo controlado.

Raquelita de 15 años se quedó supervisando durante unas horas al resto de niños hasta que regresaran mis padres de Madrid.
A las 18:00 h de la tarde llegaba a casa tras un día de poco trabajo. Me estaba preparando para ir a la piscina, pero, el cansancio me venció y preferí darme una ducha para quitarme la sensación de calor. Cuando ya estaba saliendo de refrescarme bajo el agua sonó el teléfono. Tardé en encontrarlo, pero me dio tiempo a descolgar:

– Mamá: Ainhoa, ¿dónde estás?
– Ainhoa: En casa, ¿por?
– Mamá: Corre anda, llama a los niños que, por lo visto, Raquelita ha tenido un accidente.
– Ainhoa: Pero ¿cómo un accidente? ¿Está bien?
– Mamá: Si, eso creo, es que no sé mucho, llama tú. Por lo visto, le ha pillado un quad
– Ainhoa: Vale

No me sobresalte. No parecía nada grave. Me imaginé la maquillada escena: mi hermana en la plaza del pueblo y un quad a una velocidad moderada le daba un pequeño golpe en el costado.
Llamé a Raquelita y me contestó mi hermana Verónica:

-Yo: Raquel, ¿qué pasa?
– Verónica: ¡Ainhoa! Raquelita ha tenido un accidente- me dijo entre sollozos.
– Ainhoa: Bueno, a ver pásamela que vea como está
Verónica: Ainhoa, Raquel no puede ponerse.
Y yo, pensando que aún estaba molesta conmigo le dije:
– Ainhoa: Dile que se deje de tonterías. Hay momentos en los que tenemos que tragarnos el orgullo.
– Verónica: ¡Qué no puede Ainhoa! Que no puede…
– Ainhoa: pero, Verónica a ver, ¿qué le pasa a Raquel? ¿qué tiene?
Pero Verónica no respondía, no terminaba de articular palabra.
– Ainhoa: Verónica, ¿quién hay ahí con quien pueda hablar?

 Y hablé con David, un chaval de mi pueblo. Y yo, en mi afán de seguir recreando una escena totalmente distinta continué haciendo preguntas para saber qué coño estaba pasando. 

– David: Ainhoa, tu hermana ha tenido un accidente y está una ambulancia de camino.
– Ainhoa: ¿Dónde se la llevan?

Descolgué y llamé rápidamente a Raúl. Él se había ido a tomar algo con unos amigos del trabajo.

– Ainhoa: Raúl, mi hermana ha tenido un accidente – y rompí a llorar siendo consciente de lo que aquellas palabras podían significar.

Después, llamé a Marisol, la madre de Raúl y le pedí que bajara para ver qué estaba pasando. Y, sin dudarlo, aterrizó en sus brazos, aquellos que en aquel momento tanto nos necesitaban.
Raúl vino rápidamente y nos fuimos en coche hacia el Hospital. Mientras Raúl conducía, ondeé una bolsa blanca de plástico por la ventana del coche simulando ser un pañuelo blanco. Y, aunque no está permitido, conseguimos hacernos hueco entre el tráfico de Madrid. Nos abrimos camino entre la multitud, habían captado el mensaje de alerta.

De nuevo, volvíamos a encontrar en el camino de la vida con un semáforo en rojo, en rojo fuego, en rojo vivo, en rojo sangre, en rojo. 
De camino, volví a llamar a David. La desesperación se notaba en sus voces a través del teléfono.  David me dijo que el vehículo que transportaría a mi hermana hacia el hospital había tardado 50 minutos. La situación se complicaba

– Ainhoa: ¿Cómo la ves? ¿Qué dicen?
– David: Ainhoa, no sabemos seguro, pero es posible que tenga las dos piernas y la cadera rota.

Mi pequeña.
Una nube de pensamientos oscureció mi mente, no podía parar de imaginar su cuerpo postrado en el suelo sin moverse.
Aun así, no podíamos quedarnos parados. Mi hermana necesitaba ayuda, unas manos que le ayudaran a levantarse, le ayudaran a arroparle con un manto de esperanza, a arrancarle los miedos, a vestirlos de danzas. Casi en susurros podía escuchar su voz pidiéndome auxilio. No podíamos dejar que nos vencieran los fantasmas. Había que espantar la tempestad, evitar que la niebla nublara nuestras ideas y actos.

Movilizamos a toda la familia para dirigirnos al hospital: mi tía, mi abuela, mis padres, Mariu, Raúl y yo. Una vez en el parking del hospital llamé a Marisol para saber cómo estaba y por dónde iban.

– Marisol: Ella está bien, tranquilos, pero van a subirla a un helicóptero
– Ainhoa: ¿Por qué Marisol?

Ensordecedor silencio.
– Ainhoa: Por dios, Marisol, no me mientas. Dime qué pasa.

De repente, dejé de escuchar la voz de Marisol y, oí por detrás, aquella frase.

Aquella frase que no olvidaré jamás.

– ¡La estamos perdiendo!
Caí de rodillas.

Y con el mi mundo, mis pensamientos, mi vida.
Se clavaron como dardos en mi corazón y mi caparazón de chica helada se rompió.
Raquel no por favor. Raquelita no.

– Marisol: Cielo tu hermana tiene un golpe en la cabeza. Por eso, tienen que llevársela, pero estad tranquilos.

Al otro lado del teléfono, dejé de escuchar a Marisol y, una voz grave, me respondió:

-Enfermero: Hola…
-Ainhoa: Soy su hermana por favor, ¿qué pasa? – dije rápidamente, casi sin darle tiempo a responder.
-Enfermero: Vamos a llevarla en helicóptero para estabilizarla.
Ainhoa: Pero ¿qué ocurre?
-Enfermero: No sabemos. Es probable que tenga las piernas y la cadera rota, y un traumatismo en la cabeza, pero no podemos deciros nada seguro.

Me colgaron.
Toda mi familia me miraba. Mi padre gritó violentamente.

– Papá: ¿Qué pasa hostias? ¿Qué pasa?
– Ainhoa: Se la llevan en helicóptero. La están perdiendo joder, esta grave- repetía entrecortadamente entre sollozos sin poder contener el llanto y la auténtica desesperación.

Inmediatamente, comenzaron a oírse gritos ahogados a mi alrededor. Nos inundó el dolor causado por aquellas descorazonadas palabras. Y nos vinimos abajo. Todos. Todos menos mi tía conchita.

– Conchi: ¡Vamos! ¡Nada de llorar!¡A moverse! ¿Dónde le llevan?
– Ainhoa: A la Paz.

Y allí fuimos, mis padres, Raúl y yo. Conchita y Mariu se fueron al pueblo a cuidar de los niños.
Interminable. Así se me hizo la espera hasta que Raquelita llegó. Los padres de Raúl habían venido en coche a la Paz porque no les dejaban montarse en el helicóptero.

Y allí estábamos. Esperando y suplicando que el gran fénix del cielo resurgiera de sus cenizas.
El gran pájaro aterrizó en el helipuerto. Allí la trasladaron de nuevo a una ambulancia con destino Hospital La Paz.
Llegó.
La Esperanza y el Miedo combatían en nuestros mundos internos ferozmente, luchando por conquistar el terreno.
Abrieron las puertas de la ambulancia y bajaron la camilla.

Y allí estaba Raquelita.

Me asomé para verla y cuando vi su rostro no podía creerlo.

La tierna adolescencia tenía el rostro cubierto de sangre y el tamaño de su cabeza había cobrado dimensiones desproporcionadas.

¿Qué le había pasado? ¿Por qué nadie me había dicho la verdad? ¿Un golpe en la cabeza? ¡Mi hermana estaba totalmente desfigurada! Ella me miró entreabriendo los ojos y, aunque intenté con todas mis fuerzas contener el aliento y el llanto, no pude.

– Carlos: Así no te puede ver, ¡vete de aquí! – dijo violentamente. 

Me marché y me llamaron para dar los datos de Raquelita. Sin embargo, en el alterado estado en el que me encontraba era incapaz de acertar a decir ni si quiera sus apellidos.
Según descendieron del dragón alado, llevaron a Raquelita a reanimación.

Pude ver como la metían en una sala y la quitaban la sábana que cubría su cuerpo, su cuerpo dañado, oculto bajo una manta de sangre y vestido de heridas.

Vi con claridad el camino que dibujaban las ruedas del vehículo en el cuerpo de Raquel, los tatuajes rojos de su piel y sus gestos de dolor.

En ese momento, nos dijeron que, si alguno de nosotros quería pasar con ella, pero yo aún estaba demasiada nerviosa para entrar. Una vez terminaron la subieron a la planta de arriba para continuar haciéndole pruebas.
Después de recuperar fuerzas, me acerqué a ella y le di la mano.

-Ainhoa: Yo le acompaño.

Y Raquelita me miraba mientras las lágrimas de sus ojos desojaban miedos y pavor, hablaban de bienvenidas y de adiós. Necesitaba una risa salvavidas que arropara su llanto. La suya se había estrellado.
No me reconocía. Ni a mi ni a ninguno de los que estábamos allí.
Mi pequeña. ¡Joder!
Una vez terminaron en esa planta, volvieron a trasladarla. Esta vez a la UCI (Unidad de Cuidados Intensivo). Ya no podíamos pasar.

Se cerraron las puertas, pero no las esperanzas.

El diagnóstico tardó en llegar y con la incertidumbre envolviendo el ambiente, esperábamos la buena nueva como quien espera la lluvia en las calles de arena de un desierto o un erial.
Estuvimos horas y horas esperando. Nada.
No sabíamos nada.
De madrugada, salieron los médicos:

-Médico: Familia de Raquel Bueno
-¡Si! – respondimos avivadamente y al unísono.
-Médico: Está estable. Es lo único que os podemos decir por el momento – y se marchó.

Ya está. De nuevo, un enorme muro se interponía entre nosotros y la tierna adolescencia.
Volvimos a sentarnos. A seguir esperando que el semáforo pasará de rojo a ámbar, de ámbar a verde, verde esperanza.

Tras otro inmortal rato esperando volvieron a salir para comunicarnos el diagnóstico.

-Doctor: ¿Los padres de Raquel?
– Mamá: Yo no puedo – me dijo en susurros
– Ainhoa: Yo soy la madre.

El médico miró extrañado. Aun así, continúo.

-Doctor: Pasen dentro

Y nos metimos en una sala. Las puertas se cerraron tras nuestros pasos, dejando que el miedo pasara con nosotros.

-Doctor: Ella es muy fuerte y ha tenido mucha suerte. Está viva de milagro. El golpe le ha provocado algunas lesiones: tiene la pelvis rota en 5 partes, el coxis y el sacro. En la cabeza tiene un fuerte traumatismo que debemos controlar.
– Ainhoa: ¿Podrá andar? – salió disparada de mi la pregunta que me llevaba atormentado desde el principio.
-Doctor: Por ahora no, tendrá que estar en cama unos meses sin moverse.
– Ainhoa: ¿Secuelas? – continuaba lanzando preguntas como una metralleta.
-Doctor: Aún es pronto para determinarlo, pero es probable que sí.

Terminamos la conversación y, de nuevo, nos dirigimos al hall de entrada.

-Doctor: Si alguien quiere pasar a verla por orden, podéis entrar. Tan solo dos personas.

Mi madre llevaba fuera de la realidad desde la primera llamada, por lo que no podíamos contar con ella. Entró mi padre y después yo.
Apenas estuve 5 minutos, pero lo suficiente para ver que estaba estable. Estaba bien. Estaba viva.

La tierna adolescencia se había hecho una herida y su cuerpo sufría condena indebida.

Ese día todos nos estrellamos con ella. Caímos en el precipicio del miedo y del pánico.

 

Dicen que del caos nacen estrellas. Ese día volvió a nacer. Y ese día, renació una. Aunque aun había mucho camino que recorrer…
Continuará…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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