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Capítulo 13

Mi mimada

 

La más pequeña de la casa llegó y como todo el mundo profetizaba: iba a ser la más mimada.
Sin embargo, la situación seguía siendo la misma: muchos niños y pocos ojos para vigilarles, atenderles y cuidarles. Siempre digo lo mismo: tenemos más probabilidades por lógica aplastante de vivir más episodios alegres, tristes y de todo tipo…Muchas más probabilidades.

Y eso me genera un gran temor.
Fue durante una noche de otoño cuando nos vimos frente a un nuevo semáforo en rojo.

Todos estábamos preparándonos para irnos a acostar. Ya habíamos cenado y nos agolpábamos en el baño, enjuagándonos los dientes mientras nos peleábamos por un pequeño hueco en el lavabo. Un día como otro cualquiera.

Mi padre tuvo que regresar a la oficina porque se le había vuelto olvidar apagar las velas que tenía por costumbre encender mientras trabajaba. Ya sabéis, sus tendencias místicas y demás.

En las horas de las cenas él también se apagaba y volvía a encenderse cuando el sol se acostaba.
Ese día cuando salí del baño ganando la batalla a los pequeños en la conquista del espacio, encontré a Juan enrabietado con la pequeña Carmen. No recuerdo la edad que tendría en ese momento Juanito, pero aún era un enano.

Y lo vi:

Carmen puso sus delicados dedos en la puerta de la habitación de mi hermana la mayor, en la parte de las bisagras. Sin controlar sus pasos ni sus impulsos, Juanito cerro sin frenos la puerta.

No reaccioné tan rápido como él empujo la puerta y cuando quise apartarla ya la había pillado. Los que tengáis niños pequeños en casa sabréis que esto es de NOVEL, que en las puertas hay que poner algún tipo de seguridad o si no, controlarles al máximo, lo mismo que con los enchufes, los picos de las mesas, etc.

Cuando son niños cualquier elemento inofensivo de la vida diaria se puede convertir en un fiero e innecesario episodio en urgencias, pero mi casa no cumplía esas medidas de seguridad por lo que se convertía en un campo de minas para los que iban a gatas.

En realidad, demasiada suerte hemos tenido y tenemos. (Y por favor, sea quien sea el ángel de la guarda, que siga protegiéndonos).

Y así fue. De nuevo, había que recorrer el camino hacía aquella fría sala de espera.

Mi madre cogió a Carmen y en un acto de valentía se decidió a tomar las riendas. Me dijo que le acompañara. Y eso hice.

Mi hermana Mariu se quedaría con el resto de los niños y nosotras esperaríamos a que de nuevo mi padre regresara de apagar sus velas y sus fantasmas. Mientras bajábamos las escaleras de mi casa, mi madre perdió la seguridad que le empoderaba y se cayó mareada al ver la herida.

No debía de haber mirado: Carmen tenía la parte superior del dedo índice desprendido.

Me considero una persona bastante aprensiva, por lo que evité en la medida de lo posible repetir el error. Tomé a la pequeña en brazos y dejé a mi hermana Mariu ocupándose de mi madre.

Con prisas aceleradas de nuevo me vi esperando en el portal la llegada tardía de mi padre.

Juraba que en cuanto pudiera me sacaría el puto carnet para no tener que esperar también en el portal.
Montamos en el coche. Carmen sonreía y sus ojitos se cerraban: quería dormirse para calmar el dolor.

Algo me decía que no debía dejar que se quedara dormida. Así que, mi misión de camino al hospital fue esa: no dejar que se durmiera.

Después, los médicos me dijeron que había hecho lo correcto…

Una vez más atravesé las puertas de urgencias y entré, de nuevo llorando con mi pequeñita en brazos. No quería que me dieran el punto rojo porque eso suponía aceptar que volvíamos a estar en fase de “resucitación”, pero por no sentirla como lo hacía, me daba igual que color me pusieran: me quería saltar todas las reglas cromáticas si así conseguía que la atendieran.

Mi padre de nuevo fue a buscar aparcamiento y me quedé con Carmen dentro. Me preguntaron que si era su madre y mientras Carmen lloraba gritando y se agarraba porque no quería separarse de mí, mentí:
-“Si soy su madre”. (y la mismísima Virgen si ella me necesitaba)
-“Entonces pase y esté con ella”-y me refugié en sus palabras.

Me dejaron pasar al interior y los médicos cogieron a Carmen para inspeccionar la herida. Se puso tan nerviosa que finalmente optaron por sacarme de allí para descartar la posibilidad de que fuera mi presencia la que le alterara.
Y me fui a la sala de espera: esperando a que Carmen terminara y a que mi padre volviera.

Me fui al baño de urgencias para que el resto de personas que estaban allí no se alteraran al verme. De normal, soy bastante expresiva y en seguida se aprecia en mi rostro el mensaje que quiero transmitir, así que, en estas situaciones y como al resto de la humanidad, se multiplicaron mis ansiedades. Pero, no era justo. El resto de personas que estaban sentados allí también tenían sus penas y sus dolores y me sentía mal si llegaba a transmitir esa sensación en el resto porque imagino que bastante tendrían con lo suyo.
Ya en el baño me desahogué llamando a Raúl que me tranquilizo como solo él sabe hacerlo.

Mi equilibrio.

Mi madre llamaba cada 20 minutos para saber qué había ocurrido, pero entre llamada y llamada lo único que se oían eran las voces desde dentro de Carmencita. ¡Aiss mi mimada!

Una vez terminaron nos llamaron y entramos mi padre y yo. La primera pregunta que le hizo el médico a mi padre fue:
-¿Es usted su padre? 

-Si- contestó él sin titubeo.
Obviamente se agolparon hacia mi padre miradas de desprecio y asco. En seguida, confesé para evitar que aquella situación trascendiera más de lo habitual:

“Soy su hermana, lo siento, pero tenía que entrar”. Quizá me hubieran dejado igualmente, pero no iba a jugármela.
Carmencita se recuperó muy bien. Al ser tan pequeña todo regenera mejor. Recuerdo en relación a mi “mimada” que también se quemó con aceite la cabeza y se hizo una quemadura de 2º grado siendo pequeña y tuvo durante un tiempo la cabeza vendada por completo, y aún así, seguía estando preciosa.
El siguiente punto rojo me lo saltaré para contarlo más adelante, pero os voy poniendo en situación lectores:
Raquelita.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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